Se van a cumplir dos años de su publicación y gran parte de lo que se vaticinaba en ese libro se está cumpliendo. Estamos hablando de El auge de la digisexualidad, un artículo publicado por la profesora de Desarrollo Humano, Estudios de la Familia y Terapia Sexual Markie L. C. Twist y por el profesor de Ética y y Filosofía Neil McArthur y en el que se asegura que, en un futuro más o menos cercano, las relaciones sexuales de los seres humanos estarán condicionadas en gran medida por la tecnología. Ésta, bien sea plasmada en un robot, en un dispositivo o en cualquier tipo de juguete sexual, determinará de qué forma nos relacionaremos sexualmente con nuestros semejantes.

Al poner la digisexualidad sobre el tapete con su artículo, Twist y McArthur proponen, en cierta manera, un reto. Y ese reto consiste en ubicar la digisexualidad en el estante correspondiente a la hora de calificarla como filia o como parafilia. Si la entendemos como filia, la digisexualidad está llamada a ayudarnos a disfrutar del sexo. Si, por el contrario, la ubicamos en el estante de las parafilias, la estaremos aceptando como un elemento que, de manera definitiva, condiciona nuestra vida sexual convirtiéndose, así, en un elemento imprescindible de ella.

¿Hasta qué punto la digisexualidad se ha instalado en nuestras vidas? ¿En qué medida ha ganado terreno en nuestra forma de vivir la sexualidad? Lo cierto es que no se puede dar una respuesta sin matices a estas preguntas. Depende. Hay sociedades en las que la digisexualidad está dando, como quien dice, sus primeros pasos, y sociedades en las que ésta ocupa ya un espacio social respetable. Entre estas últimas, por ejemplo, podemos destacar la sociedad japonesa. No en vano, en Japón, país caracterizado siempre por su “peculiar” visión del sexo, hace ya dos años que un libro titulado Como amar a un robot figuró en la lista de libros más vendidos.

El signo de los tiempos

La digisexualidad debe considerarse, apuntan algunos autores, una hija prototípica de nuestro tiempo. Un contexto masivamente digitalizado como el entorno social en el que vivimos, unido al hecho de que la valoración del amor se haga, cada vez más, desde su inmediatez (no se concibe, ahora, que la conquista o el acceso al sexo con la pareja se produzca tras un largo proceso), hace que las relaciones sean cada vez más “líquidas” y que, cada vez más, nazcan a partir de un click digital. Basta con atender al éxito de las redes sociales y de las aplicaciones para ligar para comprobarlo.

¿Es eso absolutamente negativo? No necesariamente, aunque hay psicólogos y psicólogas que apuntan que el uso de las tecnologías en relación con el sexo, es decir, la digisexualidad, está provocando en algunas personas algunos conflictos emocionales. Por ejemplo, se ha constatado que se están produciendo casos de disfunción eréctil derivados de situaciones en las que el paciente es consumidor habitual y casi compulsivo de porno, masturbándose a menudo contemplándolo, bien sea en el ordenador, bien en el móvil. Estos pacientes, apuntan sexólogos y sexólogas, se encuentran después desplazados y faltos de estímulos suficientes cuando se enfrentan a una situación de carne y hueso. Y es que, en el fondo, la digisexualidad no es otra cosa que la supresión, en la ecuación de la interacción sexual, de uno de los dos elementos humanos para sustituirlo completamente por una realidad digital. Así, el digisexual acostumbrado a dicha supresión se encontraría descolocado cuando frente a sí no encontrara una realidad digital y sí una persona real.

Que en el mercado puedan encontrarse ya robots sexuales (su precio supera los 12.00 dólares) con rostros intercambiables (así, se podría cambiar de “pareja” cada día) o que empiece a plantearse la apertura de burdeles en los que los servicios sexuales serían prestados por robots de este tipo, da cuenta de cómo, poco a poco, la digisexualidad se va abriendo camino en el imaginario de la gente. Para los defensores de la digisexualidad y de las prestaciones de estos robots sexuales, éstos ayudarán a tratar trastornos y también a aliviar el desencanto que, en algunas parejas, pueda producir el adormecimiento de la pasión. En noches de “desinterés sexual” entre los miembros de la pareja, uno de los miembros de la pareja “desencantada” podría servirse de los robos sexuales sin por ello poner en riesgo la relación (al menos a priori).

Un remedio contra la soledad

Hay autores, por su parte, que apuntan que el progresivo arraigo de la digisexualidad es debido a que muchas personas encuentran en ella una doble utilidad. Por un lado, la digisexualidad les sirve para aplacar un acentuado sentimiento de soledad. Por otro, ofrece una alternativa para satisfacer la sexualidad de personas que, por unos motivos u otros, no tienen acceso o no desean acceder a otras personas.

Las personas que viven o se sienten aisladas, apuntan los especialistas, son más proclives a “engancharse” a la digisexualidad y a convertir a ésta en el eje principal alrededor del cual gira su vida sexual. El miedo a la intimidad y la poca resistencia a la frustración, unido a un cierto mercantilismo sexual, triunfante a nivel social, hace que muchas personas acaben tarde o temprano por apuntarse al carro de la digisexualidad. Estas personas, encerradas en su placenta emocional, protegidas por una concha que han ido cerrando alrededor suyo, temiendo abrirse al exterior y/o resultar heridas, encuentran en el uso de tecnologías relacionadas con la sexualidad el modo de satisfacer o, cuanto menos, paliar medianamente las carencias de la suya.